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Mostrando entradas de enero, 2021

El regalo

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  Fue un golpe. Ola que revuelca y me escupe a la orilla medio ahogado y jadeante, vomitando agua salada. Hasta hoy no me repongo. No me repondré nunca. Es el precio. Cuando lo recuerdo, cuando pasa por mi corazón, la semilla negra en mi vientre se rompe y germina, hunde sus raíces negras, me ennegrece, me lleva a lo negro, y eso negro no es ausencia de color sino presencia pura ¿De qué? De abismo. No es ausencia el abismo sino hondura inconcebible. Eso ante lo que soy diminuto, una brizna soy, alguito casi nada. Cuando naciste supe -¿Pero es que no lo sabía?- que algún día ibas a morir. ¿De verdad no lo sabía? Lo sabía como se sabe sin saber, palabras que se dicen y no calan, términos, conceptos, definiciones, polvo. Se sabe pero no. De pronto supe. Con el cuerpo supe, el cuerpo que es la piel y lo que guarda adentro, lo que palpita y duele, lo que sangra. También lo supe con eso otro que no es cuerpo. Supe ya sabiendo. El abismo entonces, la negrura. Dar la vida es dar la muerte.

La puerta

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  Conozco la puerta por la que llegaste. Hay algo de misterio en ella, algo que se me escapa siempre. Puerta de carne, hecha de pliegues, viva. Conozco su olor, su sabor, su textura, pero quizá no la conozco. Regida por la luna, lunática ella, danza al ritmo de sus mareas secretas. Me llama a veces con su voz de musgo. Ven, me dice. Y   voy. Canto de sirena, imán, promesa. ¿Será que la recuerdo cuna? ¿Será que vuelvo con la inútil intención de descifrarla? Caracola que susurra mares. Boca que canta una canción que no se escucha. Herida que me sana. Ven, me dice, y voy. Con mi vulnerabilidad como una espada. ¿Es que hay algo más débil que una espada? Ay de las espadas que se sienten poderosas, tan torpes en sus sueños de grandeza. Espaditas. Pobres. De niño, la puerta era un enigma a resolver, una siempre pregunta por tan otra. Un día la vi en una revista. ¿Esto es? Se asomaba apenitas entre la espesura. Todo yo temblaba -¿Esto?- de tan incomprensible. Quise verla más pero no pude, en

La primera vez

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  Un fruto de sangre. Algo oprimido y con pelo, húmedo, palpitante. No hermoso sino perturbador. A su modo terrible. Tiritar del tiempo, tañido de campana a media noche, desgarradura. Eso eras la primera vez que te vi. Una visión fugaz, apenas un instante, relámpago que deja en suspenso la respiración del cielo, su respiración, todo lo que respira, lo que hay de respirable. Por un instante asomaste por la cueva henchida de dolor y te pareció que la sombra era más amable que la luz, el agua que la tierra, adentro que afuera. Te sumergiste de nuevo en tu refugio de agua. No pudiste más. ¿Resguardarte para siempre? ¿Quién podría? Se anunciaban a lo lejos los tambores de la guerra, te llamaban. Ya no más semilla, ya no más caracolito dentro de sí mismo, ya no más nosotras , es decir, tú y ella, inseparables. Tú te llamabas desde el otro lado. Te llamabas tú. Ya no dos sino una, es decir, sola para siempre, separada, cargándote tú misma, cubierta de ti, en ti inmersa. De nuevo te