La herida
Tu madre me convenció de tenerte. Yo tenía miedo.
La vida sin ti tenía la ligereza de una tarde de sábado. Un mundo a la medida
de dos, que unas veces se comprimía y otras se expandía, frágil corazón
latiendo. Unidos pero diferentes, cercanos y otros. Yo no sabía cómo querer que
vinieras. ¿Cómo desear lo desconocido? Un día le dije: si esperamos a que yo
quiera es posible que nunca ocurra, no sé si algún día querré, pero estoy
dispuesto a seguirte porque tú quieres, deberás tomarme de la mano y llevarme
allá. Y eso ocurrió: tu madre me tomó de la mano y yo me dejé llevar. Dejamos
de cuidarnos para evitar el embarazo. Hacer el amor era un vértigo, un salto de
fe, abrir los brazos y dejarse caer al vacío, correr por un bosque espeso
mientras la luz se va marchando.
La sangre puntual de cada mes nos decía que la
vida aún era la que conocíamos. Ella se entristecía y yo no sabía qué sentir.
Tristeza, alivio, esperanza. Luego ocurrió que mientras yo viajaba fuera de la
ciudad de pronto sentí algo extraño: el mundo se alejó de mí o quizá yo me
alejé del mundo, no demasiado, un par de pasos nada más, pero esos pasos fueron
suficientes para el extrañamiento. Veía el mundo pero no era parte de él, sino
solo su testigo. Las cosas y las personas estaban allí, ante mí, pero como tras
una cortina de bruma, no del todo reales. Se parecía a soñar y saber que
sueñas. La realidad, si tal cosa existe, se suspendió por un momento. Más tarde
vino la migraña y la náusea insoportable, poco a poco lo real volvió a hacerse presente,
avancé hacia el mundo un paso y luego otro. Regresé.
Unos días después, luego de un concierto, Mónica, mi Otra, entró al baño para hacerse otra prueba de embarazo. Salió de allí con los ojos grandes. Dio positivo. Habías llegado. O no, más bien en ese momento lo supimos, pero algo en mí lo supo antes, durante el viaje, cuando la bruma y el extrañamiento. No sé qué sentí, o quizá lo que sentí no tiene nombre.
Miedoalegríaternuraincertidumbredolorasombropequeñez.
No recuerdo cómo dormí aquella noche. Lo que acababa de ocurrir me superaba. Al día siguiente busqué en un libro del poeta chileno Gonzalo Rojas las palabras que pudieran decir lo que pasaba, sabía que las había leído antes. Las encontré.
“No. Tu raíz
es una estrella más pura que el peligro.
Es el
encuentro de dos rayos en lo alto de la tormenta.
Es el hallazgo
de la llave que te abrió la existencia y el presidio (...)
Tu madre y yo
dormíamos cuando nos gritaste: “Heme aquí”.
“¿Qué esperáis
a arrullarme en las ruedas de vuestra fuga?”
“¿Qué esperáis
a participarme vuestro fuego?”
“Yo soy el
invitado que aguardabais antes de ser ceniza”.
Tiempo extraño entonces, desconocido. Y es que la vida era indiferente a nuestro pequeño vértigo: el otoño medio invierno de frío; el metro lleno de gente; la llegada de las primeras mandarinas, de las primeras guayabas; el amable señor que vende el jugo fresco; la algarabía olorosa del mercado; los pacientes con sus historias. ¿Cómo es que afuera todo seguía como siempre mientras que adentro ya nada es como antes? Alrededor el mundo era y no era el mismo, se había transformado de pronto en el lugar que te albergaría. Los sabores ya no vivían solo en mi lengua sino que intuían la tuya, miraba los paisajes llevando en mis ojos tu mirada. Mi experiencia era un adelanto de la tuya, es decir, que mi individualidad estaba herida, el solo yo sangraba e iba apagándose, el ella y yo sin ti, los ojos solo míos.
Crecías semana a semana en el vientre de tu madre. Entre ella y tú había algo secreto, un hilo que las unía y las hacía ser casi lo mismo. Se sentían una a la otra, se sabían, se eran. Yo miraba. ¿Qué era eso que fluía entre ustedes? Un misterio a la vez cercano e indescifrable. Las miraba desde lejos, emboscado tras el azul de mi silencio. Tú y ella. Ella y tú. Algo se traían entre manos, algo escondían. Algo se decían a través de palabras y silencios, a través de cuentos y de arrullos, de naranjas, de hierbitas verdes, de estambres y lloviznas. En cuanto volvía la cara se hacían guiños cómplices. Se reían. Se tocaban, se volvían pececitos jugando en la tibieza. Se trinaban, se acunaban, se contemplaban. Vivían en un espacio solo suyo, en donde a veces yo era un invitado absorto. Asomarme era como entrar en una gota de ámbar. Cuando estaba a punto de dormirme escuchaba el murmullo suave de sus risas, el breve aletear de pajarito, sus palabras contándose secretos... Algo se cantaban y se contaban. Ella y tú. Tú y ella.
Cada noche, antes de dormir me acercaba al vientre
de tu madre y cantaba para ti una canción de cuna. Era mi forma de hacerme
presente en tu cuna de agua. ¿Me escuchabas? ¿Reconocías mi voz que intentaba
ser arrullo?
Días antes de que nacieras nació el hijo de una
amiga, estuvo en el mundo un breve tiempo, minutos, y murió después. Me quedé
sin palabras ante la crueldad del universo, ante su indiferencia. ¿Cuánta vida
cabe en esa vida que se apagó casi al encenderse? Ante la edad del mundo, quizá
esos minutos son lo mismo que cien años. Un parpadeo. Aquella vida diminuta me
mostró la fragilidad del hilo del que estamos unidos a la vida, siempre a punto
de romperse.
Una noche enloquecí. Cuando desperté en la
madrugada tuve una certeza espantosa: uno de mis brazos no me pertenecía. ¿Cómo
era posible eso? Mi corazón pegó de brincos y el miedo se me trepó por la
garganta. Movía el brazo para recuperarlo, pero era inútil, cada vez era más
ajeno. Me levanté y fui al baño para echarme agua en la cara y mirarme en el
espejo. Soy yo, soy yo, soy yo, repetía queriendo convencerme. Luego lo que
faltaba: el otro brazo tampoco era mío. Supe que me estaba volviendo loco, que
los lazos que me unían a la realidad se empezaban a romper. Cuando nazca mi
hija –pensé- estaré internado en un
hospital psiquiátrico y no podré verla. Podía sentir como mi corazón se
volvía puño. Desperté a Mónica, mi Otra, para decirle que tenía miedo. Me
sostuvo entre sus brazos y la locura se fue alejando poco a poco, aunque no el
miedo a que volviera. ¿Qué me pasó en aquella noche? Había leído que mi papel
como padre era sostener a mi pareja que a su vez sostenía al hijo que venía. Debía
ser el hombre que las sostuviera a ambas, pero nunca pensé quién me sostendría
a mí. Esa madrugada la locura se asomó por las cortinas de mi alma porque nadie
me sostenía y cuando eso ocurre, cuando nadie te sostiene, el mundo se
convierte en un lugar inhóspito y aterrador.
Permanecí regularmente cuerdo porque Mónica y
algunos amigos me sostuvieron.
La espera llegó a su fin.
Me enamoré de ti casi de inmediato. No sé de qué
otro modo llamar a esa necesidad de verte, a esa alegría de verte, a ese dolor de
verte. Quería respirar tu olor por siempre. Sigo queriendo. Estar enamorado es
eso: querer respirar el olor del otro interminablemente para guardarlo bien
adentro.
Un par de años después, mi madre, tu abuela, creyó
darme una lección o demostrarme algo. “Y tú que no sabías si querías ser padre
–me dijo- y mírate ahora, perdido por tu hija”. Pero no me demostraba nada. Yo
sabía que eso me pasaría –le respondí- justo por eso dudaba en tenerla. Así es:
siempre supe que si tú llegabas, en cuanto aparecieras en el mundo, me tendrías
en tus manos para siempre. Lo que digo puede parecer hermoso, pero no lo es.
Hay algo terrible en no pertenecerme, en saber que mi alma ya no existe solo en
mí sino en mí y en otro, más en el otro que en mí. Lo más yo de mí habita en
otro cuerpo y ese cuerpo no es mi cuerpo sino un cuerpo otro que se aleja a
veces, que me lleva más allá de mí, que sale de mi control. ¿Por qué te llevas
mi alma? ¿A dónde? ¿Por qué la tomas y la estiras y la pintarrajeas y la haces
bolita y la olvidas por allí como un papel usado? Sé que no me la devolverás
nunca y entonces vivo partido, yo apenas aquí y también allá contigo. El
vértigo de saberme ya no mío. Eso es mi amor por ti, eso es también: herida que
no se cura, que sangra luz, que palpita. Saber que hay en mí, desde que estás,
un flanco no resguardado e imposible de resguardar, un muro derribado incapaz
de proteger, una rendición. Tu existencia es la herida, el desgarro que me robó
de mí para ser de ti, que me reveló la mayor fragilidad posible y el mayor
miedo posible. Vivir en otro es estar herido y esa herida es una llamada, un
grito, una demanda a la que no puedo negarme. Vivir abierto siempre e
indefenso. En tus manos.
¡Gulp!
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