Las dos miradas
Miramos de tantas formas, miramos a veces sin
mirar. Miramos distraídos y a veces detenida, apasionadamente. Contemplación se
le llama esa mirada. Miramos protegiéndonos de lo que miramos o abiertos y
dejándonos herir por lo mirado. Miramos como desde una pantalla o un escaparate
o involucrándonos en lo que miramos, tatuándonos el cuerpo o la conciencia de
caminos y mapas que llevan a cien lugares.
En un extremo, hay la mirada del comienzo; en el
otro, la mirada crepuscular, la de las últimas veces. Esas dos miradas nos
intensifican la mirada, nos hacen mirar con atención. Por eso son importantes
las primeras veces y son importantes las últimas. Sabemos de las primeras.
Cuando hice algo por primera vez. Casi nunca sabemos de las últimas y quizá es
mejor que sea así, de otra manera, conforme pasan los años tendríamos una
demasiada conciencia de lo que termina, el cuerpo nos pesaría tanto de tantos
finales y de tantas despedidas que acabaríamos por hundirnos en la tierra.
Yo atesoro tus primeras veces.
Tu primera noche en el mundo de afuera. Acababas
de llegar pero no estabas con nosotros sino en otro lugar, con otros recién
llegados. Pienso en eso y me aterra. Acababas de salir al mundo, eras por
primera vez tú sin el otro, saboreabas por primera vez el gusto amargo de la
soledad, de la gravedad sobre tu cuerpo, del llanto sin respuesta, y no hice
nada para impedirlo. Hoy no haría lo mismo. ¡Lo siento tanto! No debí dejarte
sola aquella noche, tu primera en el mundo, con tanta soledad rodeándote. Pero
es verdad que de algún modo, quizá torpe y tardío, intentamos sanar ese
abandono. Nos negamos a dejarte sola en tu cuna para que aprendieras a dormir
sola. De ningún modo haríamos eso. Hay una razón: no queríamos, no queremos que
aprendas que si nos llamas, si nos necesitas, si lloras para que acudamos te
ignoraremos. Quiero que sepas lo contrario y que no te quepa duda: si me llamas
estaré. Mientras tenga vida, cada vez que me necesites, acudiré. Por supuesto,
no aprendiste a quedarte dormida sola. Aún hoy, te niegas a hacerlo. Durante
muchos meses dormías entre nosotros. Al despertar durante la noche escuchaba tu
respiración, pequeños suspiros, murmullos como de ave y por un momento todo era
azul.
La primera vez que te dormiste en mis brazos. Yo
no sabía cargarte. Cada vez que lo intentaba llorabas, pateabas, te alejabas de
mí, pececito fuera del agua. Veía cómo dormías en brazos de tu madre o de sus
abuelas. No en los míos. Cada intento terminaba en nuevos llantos. Me dolía. Me
avergonzaba ese dolor, me parecía absurdo pero no podía evitarlo. Yo podía
jugar contigo, bañarte, cambiar tus pañales, pero mis brazos no sabían ser cuna
para ti. Un día ocurrió. De nuevo intenté cargarte y luego de larguísimos
minutos, del dolor de espalda, de sobresaltos y dudas, al fin se quedaste
dormida en mis brazos. Yo temblaba, maravillado. Al fin mis brazos eran tu cuna
y tu refugio. El corazón se me salía del pecho. Con todo el cuidado del que fui
capaz, te coloqué en tu pequeño colchón. Te despertaste un poco, pero unos segundos
después, volviste a quedarte dormida. Alcé los ojos y vi los de tu madre,
húmedos. Me levanté y me abracé a ella. Lloré como hacía años no lo hacía. Lloré
un llanto guardado y antiguo. Un llanto que me limpiaba los miedos. Un llanto
de gratitud y de vida.
Cuando empezaste a leer, emocionada, orgullosa,
deslumbrada. Tu concentración mientras seguías cada letra con el dedo, tus ojos
brillando y pronunciando la palabra que acababas de descifrar. Y tus descubrimientos:
"Mamá, ¿cuál es la ENE?" –preguntaste un día. Tu madre trazó una
"n" sobre el cuaderno. La reconociste: "Ah sí, es como una
"u" triste".
Tu primera carcajada. Era un canto, una música, un
trino. Yo deseaba con toda el alma que aquella risa fuera la primera de miles, que
hiciera nido en tu boca. Busqué el poema de Miguel Hernández: “Es tu risa la espada más victoriosa…” Aún hoy, el sonido de tu risa me resuena
dentro, me suena a bendición, me vuelve campana.
Aquel día en que ante un estruendo, sin pensarlo,
instintivamente, te lanzaste hacia mí y te me encaramaste como un monito
asustado. Te abracé para calmarte. Yo tenía un nudo en la garganta, conmovido
de que ante el peligro –lo que tú intuías como peligro- por primera vez me
hubieras elegido de entre todos para sentirte a salvo.
La primera vez que te vi caminar. Apareciste,
pequeña y titubeante, cogiéndote de la barriga como para sostenerte a ti misma
y paso a paso caminaste hacia mí. Esa misma tarde caminaste sin descanso de un
lado al otro de la casa.
La primera vez que viste un arcoíris. Habías
empezado a preguntar por esa especie de milagro. ¿Cómo son? ¿De qué tamaño?
¿Cuando vimos el último? ¿Cuándo verías uno tú? Habían pasado años sin que yo
viera uno. Era algo en lo que había dejado de pensar. De pronto, el arcoíris se
convirtió en una constante inquietud. ¿Cuántos años tendré cuando al fin vea
uno? A los pocos días, volviendo a casa, a un par de cuadras de llegar, justo
ante nuestros ojos, bellísimo, deslumbrante, un arcoíris doble mostrándose en
toda su intensidad. Brincabas de alegría mientras los ojos se te llenaban de
ese misterio. Luego de mucho tiempo, estuvo allí, puntualísimo. Como si el
deseo, la pura fuerza del deseo, lo hubiera convocado.
En el otro extremo está la otra mirada. “Pido, no
la iluminación –dijo Octavio- Abrir los ojos, mirar, tocar el mundo con mirada
de sol que se retira”. A mí ese verso me calaba hondo y me preguntaba: ¿cómo
mira el sol cuando se retira? Su luz que languidece tornándose naranja,
ligeramente malva en las orillas, alargando las sombras. Las cosas van perdiendo
su color y él, el sol, las mira perderlo. Los bordes, las fronteras, los
límites ya no son tan claros, se entremezclan y confunden. Nace un silencio
aunque sea detrás del ruido, no un silencio de afuera, sino de adentro. ¿Y si
mañana las cosas ya no están? ¿Si es la última vez? El sol mira una vez más,
antes de ocultarse.
No dejo de pensar en nuestras últimas veces. Ya
sé, es absurdo, ¿cómo vivir así, adelantando la melancolía por lo que hoy aún
está? Pero inevitablemente hay cosas que miro como el sol que se retira. ¿Y si
esta es la última vez que nos bañamos en la tina, porque de pronto te nacerá un
pudor que me despida para siempre? ¿Y si esta es la última vez que me permites
hacerte dormir acariciándote el cabello? ¿Y si es la última vez que aún te
diviertes jugando con los títeres? ¿Y si es la última ocasión en que me miras
así, creyendo que sé más que lo que sé, que puedo más que lo que puedo? ¿Y si
es el último destello de tu infancia?
Mirada crepuscular del que mira sabiendo que lo
que mira acaba, del que bebe las últimas gotas, del que ya presiente el final
de algún camino. No puedo saber cuándo será la última vez de algo contigo.
Entonces atesoro los instantes, los guardo en un recóndito lugar donde yo sé
para que un día pueda recordarlos.
Pido a Dios que Lia pueda leer y recibir hasta adentro de su corazòn lo que le escribes. Es lo màs bonito que he leido escrito a una hija. Escribir asì tus sentimientos y tu enorme amor, debe ser un desahogo enorme. Mil gracias por compartirlo.
ResponderEliminar